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Tacones de rojo potente




Mi teléfono sonó cerca de la medianoche: era un mensaje de texto marcado “urgente”. Mi primer instinto fue ignorarlo y seguir durmiendo, pero algo me decía que debía leerlo. El texto era breve y, sin embargo, decía mucho: “Sé que no debimos hacerlo, pero no consigo arrepentirme. Gracias por mantenerlo en secreto”

Lo sucedido aquella mañana llegó a mi mente como un bumerang…

Me acercaba a ellos con paso lento, quería saber a qué atenerme, y sus rostros me lo dirían de inmediato. Sonrieron. Buena señal. Ocultarles eso fue difícil, más no había de otra. ¿Será que sospechan algo? ¿Cómo saberlo?

- ¡Epaaa meen! ¡Buenos días! ¿Cómo está todo? –me preguntó él.
- ¡Víctor! ¡Hola! –me saludó ella con picardía.
- ¡Buenas! ¡Bien, bien! ¡Con un sueño! –respondí luego de respirar profundo.

No escuché nada de lo que decían mientras caminaba con ellos por el pasillo. No fue hasta que oí mi nombre que aterricé en la conversación.

- Víctor, y tú ¿Qué hiciste anoche?

La pregunta de los cien millones. Fue una noche, un error, un desliz. Algo así le sucede a cualquiera. ¿Ella les habría comentado? El corazón se me aceleraba. Las sensaciones, las imágenes, los sonidos…todo se agrupaba en el torbellino que me pasaba por la mente en aquel momento. Dominé mis pensamientos por un instante para responder:

- No mucho, me aburrí al extremo, la verdad.

Una mentira descarada. ¿Se la habrían creído? Una sonrisa provocadora, una caricia “involuntaria”, unos tacones de rojo potente. ¡No debí!, me repetía, cuando un nombre pronunciado de repente me atrajo.

- ¿Y Andreína? –preguntó ella frunciendo el ceño –no la he visto hoy… –dijo casi en un susurro mientras me miraba de reojo.

¿Qué responder? Sabía perfectamente donde estaba ¿Cómo explicarles? La culpabilidad era cada vez más grande, ya no podía casi respirar. Algo debían saber. Un susurro apropiado en el oído. El alcohol en las venas. La oscuridad. Respondí como un autómata:

- No la he visto desde ayer en la mañana.

De pronto, el mundo se detuvo por unos instantes. Ahí estaba ella. No había escapatoria: tendría que contarles lo sucedido.

-Chicos…-tartamudeé con esfuerzo.

-Ajá –dijeron casi al unísono

Ni un sonido salió de mi boca.

- ¡Víctor…es para hoy! –refunfuñó él.

La frase final no llegaba, y cuando por fin reunía el valor para contarlo todo, Andreína y su contoneo de caderas se acercaron a nosotros con presteza. Me quedé clavado en el sitio, debí salir corriendo. Lo saludó a él, la saludó a ella. Se volvió hacia mí, y casi imperceptiblemente, me guiñó el ojo diciendo:

- ¿Y tú que cuentas Víctor? ¿Fuiste al final a casa de tu primo anoche?

En la oscuridad de mi cuarto solitario la pantalla del celular resplandecía. Escribí tan sólo cuatro palabras y le di a enviar: “Yo tampoco me arrepiento”. Seguí durmiendo con la tranquilidad de que aquella noche sería nuestro pequeño secreto
.

¿Y ahora?

¿Y ahora?

-¿Y ahora qué hacemos?
-Llama al 911.
-¡No tengo señal!
-¡¿Cómo que no tienes señal?! ¡Yo tampoco tengo!
-Lo que faltaba ¡Debimos haber bajado por las escaleras! ¡Ahora estamos en esta caja de metal a quince pisos de altura sin la más remota idea de qué está pasando! -exclamó Fernando furioso.
- No creo que se trate simplemente de que nos quedamos entre dos pisos… -murmuró Rafael.
-¡Ahora te pones fatalista!
-¡Piénsalo! no tenemos señal, se oye algo como gente corriendo ¡escucha!, y además no puedo mandar e-mails –dijo Rafael mientras pinchaba una y otra vez la pantalla de su palm con el ceño fruncido.
-Bueno, yo no sé tú, pero yo no tengo intenciones de quedarme en esta caja más tiempo, así que voy a gritar para que nos saquen de aquí: ¡AUXILIOOO! ¡AYÚDENNOSSS! –gritó Fernando desesperado.
-¡Fernando, cálmate por favor!, con eso no logras nada, ¡pensemos con calma!, yo creo que hay un apagón en el edificio que seguro resuelven rápido, o si no nos sacan los bomberos de aquí –dijo Rafael aparentando una calma que no sentía.
-¡Pero pueden tardar siglos!
-Entonces busca algo con que pasar el rato, con qué entretenerte, yo voy a terminar este informe mientras tanto –dijo Rafael mientras se concentraba en su palm.
-Ni modo- refunfuñó Fernando-. Yo voy a oír la radio –murmuró.
Pasó cerca de una hora. Fernando pasaba de una emisora a otra oyendo música hasta que exclamó:
-¡Rafael! ¡Con razón!
-¿Ajá?
-¡Hubo un apagón!...!En trece estados!
-¡¿Qué qué?! –gritó Rafael, que ahora escuchaba a Fernando con atención.
-¡Sí! ¡Sí!, hubo un apagón,...aja, que mantengamos la calma, parece que todo es un caos, la gente caminando por la calle ¡jajajaja!, no hay comunicaciones, eso lo explica, los comercios cerrados, ¡el metro parado!…aja…que mantengamos la calma, sí, ya entendimos, el gobierno no dice ni pío y ¡el país vuelto un desastre! –dijo Fernando a medida que escuchaba lo que se anunciaba en la radio.
-¡No puede ser!, ¡lo que faltaba!
-Ya va Rafael, cállate un segundo….creo que oigo voces…
-Se llama locutor Fernando –dijo Rafael exasperado.
- Que gracioso, no vale en serio, oye…
-¡Oigan!, los que están allá adentro, somos los bomberos y ya vamos a sacarlos –gritó una voz lejana.
El ascensor descendió al piso 14, donde unos forzudos bomberos forzaron las puertas hasta dejar salir a Fernando y a Rafael, a un pasillo donde la única luz era aquélla que entraba por los paneles azules del edificio. Catorce pisos más abajo, la población incomunicada, sin medios de transporte y con todos los comercios cerrados, dejaba de lado las reglas y códigos y se lanzaba a llenar autopistas y avenidas en un desesperado intento de llegar a sus casas. En realidad escapaban, por unas horas, de una existencia monótona controlada por la tecnología
.