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Casos poco comunes


Cualquier parecido con la realidad...es pura coincidencia!


Cartas Suicidas


Último Acto
“Tomé el guión con manos indecisas, sabía perfectamente lo que diría: yo lo había escrito. Recorrí una a una las páginas leyendo las intervenciones de Rafael, mi personaje. A medida que me acercaba al final rememoraba con detalle todos los seres que había creado con mi pluma, y a todos aquéllos que me habían poseído en los escenarios durante fugaces noches. Quedaban tan sólo algunas páginas, muy pocas, para el gran final de mi obra biográfica. Los amores, el éxito, el reconocimiento, la fama, la familia, los premios, la soledad, el principio y el final de mi vida artística, se mezclaron en un torbellino, y la última página del guión me alcanzó sin poderlo evitar”, dijo Francisco Cabrera desde las tablas, en el instante mismo en que se derrumbó en el escenario. El público aplaudía esperando que bajara el telón. Fue sólo minutos más tarde, mientras Cabrera permanecía aún inmóvil sobre el escenario, que, en el máximo estupor del que éramos capaces, entendimos dolorosamente lo que estaba sucediendo: aquel monólogo final resultaron ser sus últimas palabras, y el guión de la obra que aún yacía junto a él, abierto en la última página, su carta suicida.



Suicidarse no es una de ellas
Hay cosas fáciles de hacer en esta vida: suicidarse no es una de ellas. Que te lo digo yo que lo he intentado de todas las formas y aún sigo viva, viva como para escribir esto que tienes en tus manos. Durante mis treinta y dos años de existencia he logrado todo lo que me he propuesto, he viajado por todo el mundo, estudiado las carreras más complicadas, incluso, permanecí un año en completo aislamiento en la cima de una montaña del Tibet. Y ahora, justo ahora, que me he propuesto suicidarme, simplemente, no puedo. He decidido intentarlo por última vez: contraté a un piloto temerario para que me lleve a dos mil metros de altura, desde donde brincaré del avión, sin paracaídas, sobre la Francisco de Miranda. Si tú, quien quiera que seas, encontraste esta carta, amarrada al ladrillo que tiraré mientras desciendo, has de saber que dejo en tus manos el deber de revelar al mundo que yo, Valentina Hernández, por fin logré mi objetivo.

Una Historia




Este es un cuento basado en una historia real, los nombres han sido cambiados, y los detalles son producto de mi fantasía. ¿Es este el país que queremos?¿De verdad nos hemos convertido en esto?


A punta de escopeta



Desperté sobresaltada, el reloj marcaba que eran pasada la una de la mañana y un ruido desacostumbrado y repetitivo me había sacado de mi profundo sueño. Me tomó un par de minutos darme cuenta que aquel ruido provenía de mis mascotas: cinco perros, todos de razas diferentes, que ladraban con ferocidad. Me limité a abrir la ventana y gritarles con voz autoritaria que hicieran silencio. Lo único que logré fue que ladraran con más fuerza.
Lo que sucedía afuera, según supe después, era otra historia. Los perros habían percibido varios cuerpos que, inmóviles, esperaban en la oscuridad. Cuerpos expectantes que sudaban adrenalina. Eso olían los perros, llevándolos a ladrar con toda la potencia de la que eran capaces, desesperados por hacernos saber que había dos hombres dentro de nuestra pickup y tres más escondidos entre los árboles que bordeaban la calle, armados con escopetas. Nunca me perdonaré no haberlos tomado en serio. La verdad es que los ignoré y en pocos minutos dormía profundamente.
Algo me despertó: sonaba el teléfono. La voz entrecortada de mi vecino me relató algo tan inverosímil que incluso me pregunté si no estaría soñando. Más que un sueño, era una pesadilla. Mi vecino y amigo, Alfonso, es una persona normalmente fría y de temperamento calmado, que ahora me pedía, al borde del llanto, que lo ayudara porque algo terrible había sucedido. Me vestí rápidamente y salí a la calle.
Ahora, frente a frente con Alfonso, su historia tomó forma y se hizo real: habían secuestrado a su hijo. Recordé en una fracción de segundo todos los años que tenía conociendo a aquel chamo, ahora un adolescente de dieciséis años. Mis pensamientos fueron interrumpidos por el celular de Alfonso que sonaba. Atendió.
-¿Aló?
-Tiene una hora para conseguir quinientos millones o matamos a su hijo. Lo seguiremos llamando.
Soy psicóloga, pero no hace falta tener un diploma para entender la profunda desesperación que embargaba a mi amigo. Lo tranquilicé. A estas alturas la urbanización entera estaba despierta. Comenzó un operativo tenso, veloz, y plagado de terror, para reunir la mayor cantidad posible de dinero.
El celular volvió a sonar. Alfonso estaba fuera de sí. Me valí de mis conocimientos y lo guié a través de la segunda conversación con los secuestradores. Buscábamos apaciguarlos.
-¿Sí?
-Quedan cuarenta minutos. Quinientos millones.
-Lo que quieran con tal de que no lo lastimen.
-Eso depende únicamente de que nos pague.
-Lo haré.
Trancaron. La tensión crecía, pasaba el tiempo y no estábamos ni cerca de reunir la suma acordada. Los secuestradores siguieron llamando, cada diez minutos, para recordarnos que el tiempo se acaba.
-Tic Tac. Quedan veinte minutos. La vida de su hijo depende de usted
Se acabó el tiempo. De alguna manera el dinero recogido sumaba cien millones. Temblábamos de pánico en espera de la próxima llamada. El silencio tenso en que nos habíamos sumido fue roto por un sonido que ya se nos hacía familiar.
-¿Tiene el dinero?
-Tengo cien millones
-Eso no es suficiente
-Es todo lo que pude conseguir, es mucha plata–dijo Alfonso, repitiendo las palabras que yo le susurraba.
-Está bien. Móntese en el carro. Mantenga el celular prendido y lo iremos guiando. Venga solo, si llama a la policía o intenta alguna trampa, le pego un tiro a su hijo.
Alfonso obedeció sin pensarlo dos veces, prendió el carro y salió de la urbanización. Me contaría luego que aquellos hombres lo guiaron a través de toda la zona, haciéndolo cruzar una y mil veces, atravesando callejones solitarios, hasta hacerlo perder el sentido de orientación. Finalmente, le indicaron que se parara en la próxima esquina, que se bajara del carro y que colocara el dinero en el piso. De la oscuridad salió una figura que tomó el paquete, y corriendo desde el final de la calle, su hijo.
Pasé los siguientes días desconectada de la realidad, temerosa, frágil. La tranquilidad que me permitía dormir cada noche había sido secuestrada, entre ladridos, a punta de escopeta.