Rss Feed
Cuento del I Rally Metropolitano de Escritores

Necesito una ambulancia

Una llamada lo cambió todo. Sólo atender el teléfono desató un pandemónium que duraría muchas horas. Mi primo llamó llorando y lo que decía se perdía en los efectos de su situación. Mientras marcaba el 911 desde mi celular, temblaba. “Esto no puede estar pasando” -me dije. Me invadió el profundo terror de que, a sus 35 años, mi primo se muriera de una sobredosis.
La voz de la operadora me preguntó mi emergencia; con un enorme esfuerzo controlé mi voz y le dije que necesitaba una ambulancia. Me comunicó y una voz masculina dijo: “Bomberos Metropolitanos”. Expliqué con dificultad que mi primo tenía una sobredosis de cocaína, y que necesitaba una ambulancia que lo trasladase a un centro médico.
Me aseguraron que llegarían, al edificio donde reside en la Av. Libertador, en 20 minutos. La reacción de mi mamá fue la más lógica: pensó que deberíamos asegurarnos que pudieran atenderlo. Febrilmente fuimos llamando a los hospitales. Clínicas Caracas, Centro Médico, Santiago de León, la Esmeralda, Santa Sofía, Él Ávila, fueron tan sólo algunos con los que nos comunicamos. La emergencia de la gran mayoría estaba colapsada, varias dijeron que no aceptaban drogadictos.
Entramos en pánico, ¿a dónde lo llevamos?, nos preguntamos con impotencia. Habían pasado 25 minutos, llamamos a mi primo y no lo habían buscado todavía. La tensión subió y decidimos montarnos en el carro y llevarlo, a donde fuese, nosotras mismas. Hubiese sido una gran idea si no fueran las 5:30 de la tarde. Nos tomó casi cuarenta y cinco minutos llegar hasta donde vivía.
Sin embargo, en el camino la suerte nos sonrió: una ambulancia de los bomberos metropolitanos quedó junto a nosotras en un semáforo. Les explicamos nuestra emergencia y diligentemente llamaron a la central. Aunque el semáforo cambió nos quedamos paradas y los cornetazos no se hicieron esperar. Dijeron que la ambulancia se había perdido, que no conseguía el edificio. Les di una referencia impelable: hacia esquina en la bajada hacia El Bosque.
De ahí en adelante mi mamá pasó de la conductora pacífica y cívica que ha sido siempre, a una piloto endemoniada que se escurría entre los carros a una velocidad vertiginosa, mientras yo estaba en contacto con mi primo por el celular. Repasé mentalmente los efectos de la cocaína, recordando la charla antidrogas que me dieron hace tres años: Una alta dosis de cocaína provocaba paro cardíaco y con ello, la muerte.
En algún momento dejó de atender el teléfono. Cuando llegamos ahí una vecina nos dijo que los habían recogido 25 minutos antes. Caímos en cuenta que no sabíamos a donde se dirigían. Justo antes de desesperarnos, se nos ocurrió llamar a los bomberos y preguntar a dónde los llevaban. Iban al Psiquiátrico de Sebucán que, según nos dijeron, era un centro especializado en desintoxicación. Enfilamos rumbo hacia allá mientras caía la noche.
En el Psiquiátrico nos recibió una paz absoluta. Parecía que estaba vacío. Encontramos a dos doctores fumando en la puerta del edificio, a la ambulancia fuera de servicio (sólo trabajaba de día) y una completa ausencia de enfermas. Adentro, mi primo lloraba desconsolado. Su alivio fue increíble cuando nos vio. No sabía que haríamos el esfuerzo de localizarlo.
La mirada extraviada de mi primo me perturbó profundamente. Al parecer, tenía tres días consumiendo y, en aquella clínica, no tenían ni siquiera suero. Sin chequearlo lo habían remitido a Coche. Intentando mantener la calma, nos sentamos todos en unos bancos fríos de madera a pensar en el siguiente movimiento. Mi primo anunció que veía todo de colores y que sentía que se iba a desmayar. Pasamos del pensamiento a la acción: lo montamos en el carro y empezamos a manejar. Una hora más tarde una doctora nos diría que le salvamos la vida por comprarle Pedialite en una farmacia en el camino.
Mientras él tomaba su suero sabor cereza mi mamá volvía a manejar a toda velocidad, hacia el único lugar donde nos aseguraron que lo atenderían. Nos tomó media hora llegar a Salud Chacao. En el trayecto yo no podía dejar de sentir, simultáneamente, rabia y compasión, no puedo aceptar con facilidad que alguien atente contra su vida de esa manera.
Comiéndonos una larga flecha llegamos a la sede de Salud Chacao en la Av. Libertador. Habían pasado 3 horas desde la primera llamada. Dirigimos a mi primo hasta la recepción y una doctora joven lo atendió con prontitud. Tuve que quedarme presente porque no respondía coherentemente las preguntas que se le hacían. Lo llevaron a una camilla y lo trataron. Ni siquiera preguntaron si vivíamos en el municipio, teníamos una emergencia y ellos se hicieron cargo.
Pasé la siguiente hora en la sala de espera. Sentada junto a mi mamá, estaba demasiado aturdida para llorar, demasiado impactada para tener emociones. Sentía que habían pasado siglos desde esa llamada. La doctora nos llamó y nos explicó la situación: estaba estable pero era muy posible, dado la gran cantidad de coca que había ingerido, que tuviera problemas cardíacos irreversibles. Eso casi logró quebrarme.
En aquel punto me pidieron que saliera de la oficina y me fui a hacerle compañía. Tendido en una camilla, como otros ocho pacientes, recibía vía intravenosa dos medicamentos y suero. Tenía las venas de los ojos dilatadas y unas enormes ojeras rojas. Aún estaba drogado. Afirmó, ahora más sereno, que casi se muere. Me contuve para no llorar del alivio: sabía que aquellos cuidados gratuitos, que le dispensaban, lo habían salvado.
Volví a la sala de espera. Mientras tanto, a él le hicieron un ecosonograma para descartar daño cardiaco. Las pruebas estaban dentro de lo normal. Eran las nueve de la noche: habían trascurrido, en lo que a mí me pareció una eternidad, sólo cuatro horas. Mientras esperaba que lo dieran de alta, entendí de pronto lo que era evidente: era demasiado fácil morirse en esta ciudad, por falta de atención médica.

Cuento del I Rally Metropolitano de Escritores

Si yo fuera presidente

-Bienvenidos sean todoos y todaas a esta nueva edición de… ¡Si yo fuera presidente! -dijo Fernando Correa, como presentación del programa de concursos que conducía, desde hace un año, en la televisora canal 7.
-Esta noche tenemos participantes muy especiales. Francisco Hernández, de Delta Amacuro. (Aplausos). María del Carmen Rojas, de Caracas. (Más Aplausos). Gabriel Da Conceicao, de Valencia. (Aplausos de nuevo). Y María Antonieta Pernachio, de Puerto la Cruz. (Aplausos).
Comenzó el juego. La primera ronda era sencilla: tenían que enunciar la forma de llevar a cabo, efectivamente, tres promesas electorales. Un participante con la peor respuesta, sería eliminado. En una enorme pantalla aparecieron tres frases:
1. Disminuir el número de delitos en el país
2. Mejorar el seguro social
3. Mejorar la educación pública
Tendrían 2 minutos para pensar sus respuestas. Correa leyó las frases y dijo la palabra mágica: ¡Tiempo!
Acompañados por una música que imitaba el Tic-Tac del reloj, los cuatro participantes escribían frenéticamente en pequeñas pizarras. El grupo de expertos que juzgaría las repuestas, sentado un poco más allá, esperaba ansioso que se agotaran los dos minutos.
Una alarma indicó que se acabó el tiempo. Sudando frío, Francisco explicó sus propuestas:
-Yo aumentaría el número de policías en todos los rincones del país, de esa forma, los ciudadanos estarían mejor cuidados; le subiría el sueldo a los médicos y enfermeras de los hospitales públicos, y le daría medicinas y cosas que necesitan para tratar a los pacientes. Por último, haría un plan para poner las escuelas y liceos en buen estado y contrataría más y mejores profesores. –Una lluvia de aplausos siguió a su respuesta.
Le siguió María del Carmen. Yo le enseñaría a la gente que robar y matar es malo, haría más hospitales, y pondría más pupitres para que más niños pudieran estudiar. –Dijo ella, seguida de aplausos.
Gabriel fue el tercero. Yo le daría más armas a la gente buena, de forma que evite que la mala cometa delitos. Haría más grande los hospitales para que quepa más gente enferma, y haría todos los colegios de monjas, que son las mejores profesoras -Propuso él, mientras recibía aplausos del público.
María Antonieta fue la última. La verdad no se le había ocurrido gran cosa. Titubió mientras decía: le daría más dinero a la gente para que no tuviera que robar, daría más vacunas para que la gente no se enfermara tanto, y financiaría que más niños fueran a colegios privados. –Los aplausos fueron escasos Correa dijo de pronto:
-Y ahora, vamos a comerciales mientras el jurado delibera. No se muevan de ahí que pronto volvemos con ¡Si yo fuera Presidente!, patrocinado por pollos T, ¡el pollo tofu es su mejor opción!
Los expertos meditaron, no les fue difícil identificar quién se quedaría por fuera.
-Bienvenidos de vuelta a nuestro programa. Hemos terminado la primera ronda y el jurado ha tomado una decisión. Ahora sólo dos participantes seguirán jugando. –Apenas terminó Correa de hablar, la tensión aumentó. Una mujer en sus veintes le entregó una bandeja de plata con un sobre que contenía el veredicto. Correa lo habló, y luego de hacer un sobreactuado gesto, dijo:
-Seguirán jugando... ¡María del Carmen!…y…-Una música prefabricada para crear dramatismo inundó el ambiente- ¡Francisco! Lo siento María Antonieta y Gabriel, pero no pasan a la siguiente ronda.
-Ahora –anunció Fernando- es hora de pasar a la segunda ronda. Cada participante pasará a una sala donde deberá resolver un grave conflicto nacional con ayuda de ministros y altos funcionarios. Tendrán cinco minutos para hacerlo. –Los participantes corrieron a colocarse cada uno en las mesas que le correspondían, tuvieron un par de minutos para entender la situación que tenían que solucionar.
María del Carmen se enfrentó a una inundación. Había llovido por dos días en el país y tenía que encontrar la forma de salvar a la mayor cantidad de gente y de contrarrestar los efectos. Decidió mandar una cantidad enorme de balsas a todo el país para salvar a la gente y mandar a construir casas de bahareque para todos los damnificados. El pueblo silbó para expresar su aprobación.
Francisco debía encargarse de un terremoto. Un temblor de 8,5 grados había azotado a todo el país. Lo daños eran catastróficos y el gobierno no sabía si no se repetiría. El decidió mandar a todos los bomberos, paramédicos, policías y doctores a el operativo de rescate más grande de nuestra historia. Le compró a los supermercados comida y colchones a las tiendas, habilitó cada edificio del gobierno en buen estado para recibir a los afectados y le pagó a los hospitales privados para recibir a las víctimas. El público aplaudió de pie.
Una vez cumplido el tiempo Correa anuncia los resultados de cada uno. Ahora, los expertos deliberaran otra vez. Sólo uno de los participantes pasará a la ronda suicida. Si la completa, ganará un millón de bolívares flacos. –Anunció con falsa emoción.
El jurado ha observado el proceso de cada concursante y ha llegado a una decisión. No pasan a la siguiente ronda… ¡María del Carmen!, lo siento María. Felicitaciones a Francisco de Delta Amacuro. –El público se volvió loco.
Para la ronda suicida, Francisco tendrá que convencernos, en un minuto, de por qué él debería ser presidente –Explicó Correa. Con un micrófono en la mano, Francisco dijo: Lo único que quiero es encontrar buenas soluciones a los problemas que nos afectan, que vivamos mejor, que tengamos calidad de vida, buena educación y salud, seguridad. Que todos ustedes sientan que su gobierno los cuida y trabaja todos los días para hacer de éste, un país mejor. El público aplaudió parado durante cinco minutos, mientras él era llevado tras bambalinas. Dos minutos después se le declaró ganador del concurso pero Francisco había desaparecido.

Una cámara de vigilancia reveló lo sucedido. Dos hombres vestidos de fucsia obligaron a Francisco a entrar en una camioneta amarillo pollito que esperaba en la salida trasera del canal. La placa del vehículo rezaba “de uso oficial”.

El noticiero de las doce anunció rumores que todos conocían: el ganador de Si yo fuera presidente era el nuevo asesor del primer mandatario nacional.

Cuentos del I Rally Metropolitano de Escritores

Se ha ido para siempre


En un viejo tocadiscos suena una canción olvidada. Un señor entrado en años apoya el codo en el mostrador de su sastrería, que ha estado en el mismo sitio desde la época de Medina Angarita. Tararea gustoso un bolero de la Billo`s que lo trasporta a otros tiempos, mientras evoca aquellos lugares que tanto amó y que ya no existen. Aquellos espacios de Caracas que marcaron pauta.
Escucha “Sueño de Caracas” y en sus ojos brilla la juventud ya pasada. Con profunda nostalgia, relata a quien quiera escucharlo la historia de todo aquello que se desvaneció en el tiempo. Especialmente, la de un restaurant que “se ha ido ya”: el “Jaime Vivas”. Sus manos, aún firmes para cortar la tela, quisieran pintar a los visitantes aquel local de comida criolla que se encontraba diagonal a la Clínica Razetti, al final del Puente República.
A medida que avanza la canción desteje el hilo de sus memorias. Ahora tiene treinta años y llega hambriento a comer en Jaime Vivas. Se sienta con agrado en los muebles de madera rústica que pueblan el lugar. Va acompañado de sus amigos y deciden comenzar tomando, como es costumbre, una cerveza bien fría.
El servicio de los mesoneros es impecable, y en un segundo revisa la carta con verdadero gusto. Mondongo, sopa de gallina con apio, como no existe en toda la ciudad, y el mejor bistec encebollado, con las cebollas doraditas, constituyen una oferta que le hace agua la boca. Se decide por el bistec, mientras piensa que no hay, en toda Caracas, un lugar que tenga un sabor y una sazón como el de aquel pequeño local.
La comida preparada en ollas enormes se sirve en una vajilla muy simple. Llega calientita a la mesa con su aroma inconfundible y, en una época que antecede al televisor, con la radio apagada y sin música ambiental, la conversación ocupa los espacios entre cada bocado. Ríe con sus compañeros, feliz, en un ambiente de informalidad que surge de los manteles individuales de papel, y se pasea entre los comensales que prescinden del traje y la corbata.
Terminado el plato fuerte pide su postre: dulces criollos de verdadera tradición. El quesillo y el dulce de lechosa son maravillosos, y combinan perfecto con un café negro o un guayoyo. El reloj señala que es casi medianoche y el lugar está más vivo que nunca. A su alrededor conviven gente del Country Club, que llega a comer luego de una elegante fiesta, los trabajadores cansados y los camioneros que le sacan la masa a las arepas para echarla en el mondongo. Como en ningún otro sitio, se llevan perfectamente.
A pesar de la hora sigue llegando muchísima gente y eso impide la sobremesa. Los caraqueños hambrientos copan la barra y esperan con impaciencia una mesa. No es de extrañar la popularidad del restaurant, pues nada hay que se le compare, pues es el único que sirve comida especial y deliciosa que rinde tributo a la tradición culinaria de estas tierras. Se despide familiarmente del amable y siempre presente dueño, Jaime Vivas, de los mesoneros, y hasta de otros clientes: el público cautivo de aquel lugar forma una gran familia de muchos años.
Se escuchan los últimos compases de la canción y la sonrisa del sastre se desvanece de pronto. Comenta que, según dicen los rumores, en algún momento murió Jaime y con él su restaurante. De pronto, todo aquello se hizo recuerdo y aquel sitio maravilloso se convirtió en un Burger King de asientos azules y comida plástica. Le da la vuelta al disco y la canción vuelve a empezar.
Ahora un local en Sabana Grande intenta imitarlo, pero no es lo mismo -expresa él, al tiempo que niega con la cabeza. Mientras la Billo`s afirma que “se me ha ido mi ciudad”, el sastre derrama unas cuantas lágrimas por Jaime Vivas que fue, más que un restaurant, un ambiente abierto y sencillo. En su corazón aquel señor aún siente el llamado de sus platos y piensa, dolido, que “Han cambiado mi Caracas compañero” y con Jaime se ha ido, para siempre, un sueño caraqueño.

El video de la canción:

http://www.youtube.com/watch?v=bRdtxgJsNJE&feature=PlayList&p=38B896615892B877&index=0