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Cuento del I Rally Metropolitano de Escritores

Cicatriz


Clavelito: 1859 metros

Los Venados: 3.250 metros

Boca de Tigre: 6.696 metros

Hotel Humboldt: 8971 m

Lo primero que recibe al visitante son las impresionantes distancias que lo separan de su destino. La mirada serena de Luis Enrique se tropieza con nuestro grupo. Intuye de inmediato que no somos los típicos viajeros. Queremos llegar a un lugar nuevo y desconocido. Pronto nos ofrece llevarnos a un espacio único: Río Escondido.

Nos embarcamos en su viejo jeep blanco. En pocos segundos aparecen las curvas sinuosas y la velocidad vertiginosa. Al principio el silencio reina, poco a poco Luis Enrique empieza a contar su historia. Es un galipanés como los demás conductores. Ama a su tierra profundamente y hace todo el esfuerzo posible por mantener ese paraíso que se alza sobre Caracas: el Ávila.

Comenta con orgullo que la cooperativa de la que participa realiza limpiezas periódicas de la carretera y sus adyacencias. En aquellos hermosos parajes la basura no es sólo un problema estético, y a la contaminación se suma que una botella puede provocar un enorme incendio. Aquella frase queda resonando en nuestras conciencias, hasta que notamos que hemos dejado atrás todo vestigio de civilización. Estamos envueltos por la paz y el silencio. Vamos dejando de hablar, sentimos la magia que se desprende de cada hoja en nuestro camino.

De pronto, paramos. Una hermosa cierva nos bloquea el paso mientras come pasto con delicadeza. Nos bajamos para observarla sin hacer movimientos bruscos. Descubrimos que está embarazada. Ella, testaruda, se niega a moverse por media hora. Continuamos nuestro recorrido y en poco tiempo llegamos a Río Escondido.

Caminamos durante veinte minutos hasta encontrarnos con un paisaje encantado. Una pequeña cascada de aguas cristalinas continúa en un río hermoso, rodeado de copeys, almendros y orquídeas de todos los colores. Nos bañamos durante largo rato y disfrutamos del ambiente. . La densidad del follaje nos impedía ver el cielo, pero nos acostamos en la grama a mirar al sol pasar entre las ramas. Almorzamos, y al rato emprendimos el regreso al punto donde Luis Enrique nos recogería.

Él llegó con cara de profunda preocupación. Dijo que la irresponsabilidad de un grupo de visitantes produjo un incendio, y que Imparques y los bomberos lo tenían controlado, pero los daños eran importantes. A medida que fuimos bajando hacia Cotiza, el humo y las llamas se hicieron visibles. Nuestro punto de partida estaba poblado de camiones de bomberos y jeeps que se preparaban para subir. Nos pidieron que despejáramos el área.

Regresamos a Caracas, a la caótica y maravillosa Caracas, mientras el humo del Ávila invadía los cielos de la ciudad. Horas más tarde, nuestra montaña exhibía una negra y dolorosa cicatriz en una de sus laderas.

Cuento del I Rally Metropolitano de Escritores

Tanto tiempo después


Mira atónito un letrero. Extasiado, está parado en una esquina. El motivo de su asombro es el nombre de la avenida, escrito en letras blancas: Francisco de Miranda.

Trascurridos dos siglos, Miranda ha resucitado. Su estatua de El Paseo Los Próceres ha cobrado vida e iniciado un largo viaje por una ciudad que, tanto tiempo después, no reconoce como Caracas.

Francisco recorre el Paseo. Al principio se concentra en las fuentes, escaleras, y en las otras estatuas que lo componen luego, de repente, descubre a Caracas. Observa con asombro aquellos puntos de colores que son los carros, y se pregunta constantemente que ha sido de los caballos y carruajes. Por todas partes marchan hombres vestidos de verde y por un segundo siente que es un batallón, como los que hace tiempo no guía.

Aunque ha caminado bastante, sigue sin entender dónde se encuentra. ¿Será que me han liberado?, se pregunta. Lo último que recuerda es su celda en la Carraca, su plan de escapar a la libertad que se merece. Parecería que lo ha conseguido. Sin embargo, aquello no es España. El palpitar de aquella ciudad es diferente, casi mágico.

Observa hombres y mujeres que no se visten como deberían. Un muchacho pasa rozándolo a toda velocidad, montado sobre un pedazo de madera con ruedas al tiempo que, viéndolo, murmura “Bicho raro”. Lo mira por unos segundos y podría jurar que, en el centro de su cabeza, su pelo desafiaba insistentemente la gravedad. Los Próceres llega a su fin, pero él no se detiene. Continúa caminando en su intento de descubrir dónde se encuentra.

Han pasado las horas y Miranda está en la avenida Río de Janeiro. Camina junto a un río lleno de basura que le parece vagamente conocido. Más allá de los puntos de colores puede leer anuncios tan extraños como “Centro de Servicio Sony” o “Party George”. En aquella avenida siente el ritmo que marcan, en conjunción perfecta, los espacios y los individuos, el ruido y el silencio, el concreto y los árboles.

Se encuentra rodeado de estructuras verticales con ventanas. De una estructura marrón emerge, a seis metros de altura, una señora que tiende ropa. Pasmado reza para que no se caiga. Al levantar la vista descubre otras estructuras, éstas, aunque horizontales, se alzan varios metros sobre su cabeza, y por ella circulan los puntos de colores.

Llega a una esquina donde un elemento amarrillo emerge del suelo. Éste tiene ramas con frutos que parpadean con colores rojos, verdes y amarillos. Junto a el un hombre con sombrero de hongo blanco mueve los brazos en frenético baile, y los carros siguen la trayectoria de sus movimientos. Huyendo de aquella escena, obliga a un punto de color a parar en seco su trayectoria, mientras de él emerge un individuo barbudo que, exaltado, le grita: ¡Chico quítate! ¡Tas atravezao! A lo que Miranda responde: “No seáis vos tan indecente, en todas las ciudades del mundo privar la libertad debe, en cuanto es el humano libre de transitar por estos mundos de Dios”, con aplomo y gallardía. Dicho esto, corrió despavorido.

Atraviesa un puente sobre el río y emprende la subida de una inclinada cuesta. Las estructuras verticales se hacen más altas y de vidrio. Diversos olores de comida invaden el aire mezclados con un humo que le recuerda los cañones. Escucha al vuelo una conversación que dos mujeres mantienen pero no entiende nada: “si mija, hasta la harinapan está carísima. Ya no sé qué vamos a hacer, los realitos del sueldo mínimo no alcanzan pa` na”

El día ha ido pasando y la tarde se cierne sobre aquella ciudad. De pronto, un monstruo metálico gigantesco decide detenerse junto a él. Del interior de aquella bestia proviene un ruido que nunca había escuchado: “Altamira, losruices, loscortijos, laurbina, petareee”. En vez de huir, un grupo de personas corre hacia el monstruo y se mete en él con premura.

El ruido sube de tono. Los puntos de colores se encuentran todos en fila y producen un sonido irritante y continúo. Sólo su cabeza retumba tanto como el piso. Escapando de aquello llega a una zona particular. Estructuras bajitas, algo añejas por el tiempo, exhiben objetos detrás de grandes vidrios, algunas tienen muñecos de colores que cuelgan frente a la puerta, de la mano de adultos, los niños los señalan con ilusión.

Una lluvia copiosa lo agarra desprevenido. Quedó empapado. Logró a duras penas refugiarse bajo el techo de una estructura con una “M”, amarilla y gigantesca, que la coronaba. Observó repetidamente a hombres que se cubrían la cabeza con un papel al que llamaron “periódico”. Aunque no eran como los que conocían, si tan sólo pudiera hacerse con uno de ellos o una Gazeta, podría saber dónde se encontraba.

Cuando escampó continuó caminando. Descubrió de pronto una caja metálica de cuyo techo colgaban algunos periódicos. Tomó uno pero, antes de alejarse, una mujer emergió de la caja y le gritó que pagara. ¿Pagar?, ¿Con qué?, la señora, molesta de verdad, le respondió que con Bolívares Fuertes. Se detuvo en seco ¿Bolívares Fuertes?, ¿Qué tiene que ver el Libertador con todo esto? Finalmente se alejó tanto que ya no oía las protestas de la mujer.

Ahora leyó el periódico que había tomado. No era una Gazeta, pero servía. En su distracción chocó con un palo metálico que emergía del piso y el periódico se regó por todos lados, mientras el viento se encargaba de llevarlo lejos. Esa no sería la pista. Continúa recorriendo. De pronto, una imagen maravillosa se perfiló ante él: El Ávila. Sobraron las palabras para explicar qué ciudad era aquella, sólo Santiago de León de Caracas se extendía a las faldas de tan hermosa montaña.

No obstante, aquello no podía ser Caracas. Sabía que su estancia en la Carraca había sido larga, pero en tan pocos años su amada ciudad no podía haber cambiado tanto. Se sentó en un banco de una extraña plaza a reflexionar, una plaza con un obelisco de considerable altura en el medio y una fuente que parecía una cascada. Ahí permaneció hasta que empezó a ponerse el sol.

Cuando la noche lo envolvió todo, decidió seguir caminando. Ahora no mira aquella ciudad. Ignoró lo que lo rodeaba por largo rato, hasta que un letrero en una esquina capta su atención. El motivo de su asombro es el nombre de la avenida, escrito en letras blancas: Francisco de Miranda. Un poco más allá, un letrero grande rezaba también “Miranda” y debajo de él, se extendía un inmenso parque.

Parado, ahí, no sabía que creer. Aquella era una ciudad inacabada, pero también increíble, prodigiosa, pujante, para la cual él parecía ser importante. Tal vez no fuera la Caracas a la que estaba acostumbrado, pero era una ciudad en la que estaría dispuesto a continuar caminando.